Aquí estoy, cortando, desde mi elevada altura, los negros vientos de Aragón, con las frías espadas de mis palas.
Soy uno de los tantos molinos de La Muela, mutado en robot, apenas gozando de la Luna, mientras arde la corriente en mis entrañas.
… Pero, en mi turbina de ensueños, aún puedo asomarme a mi pasado.
Cerca de cien años atrás, era yo un coqueto molino, viviendo a escasos metros del pueblito de Lajares.
Abría, mi puerta oscura, al nordeste, hacia una extensa llanura veteada de jarillas y chiribitas, aquellas ornadas con el amarillo claro de sus pétalos, éstas con la hermosura de las lígulas blancas, brotando del fuerte amarillo de su disco. La campiña se pigmentaba así de malvas y amarillos hasta que, a lo lejos, se fundían en los tonos negros o rojizos, tintados de azufre, de las tierras volcánicas del Malpaís.
Hacia el Oeste, a media altura, abría otra puerta, a la que se accedía por diez gastados escalones, que servían también, de asiento ocasional a los visitantes lugareños.
Hoy, Sábado, llegaría Marcelino, pescador de El Cotillo, joven fibroso y de buena talla, aficcionado, desde hace más de un año, a visitarme regularmente. A visitarme, no a mí, sino más bien, a Amalia la molinera. Las samas, las viejas o los bocinegros que el muchacho traía de la mar, las pagaba siempre ella, con pan tierno y tiernas caricias.
Hoy Marcelino olvidaba, por una vez, la belleza de un sol moribundo y, mientras miraba sin mirar una airosa palmera, se agarraba, como un náufrago, a Amalia y le pedía casamiento.
¡ Ay el amor ! Dos más que me abandonan. Y pasarán los años y mi viejo cuerpo de molino se irá ensanchando en su base, y mis seis aspas de trapecio se quedarán, un día, quietas y muertas para siempre. Entonces, solo me salvará ya la Primavera. La Primavera de Fuerteventura.
Corría el año 1.597. Los divisé por el ventanillo del viento barrenero. Los rayos rojizos de un sol naciente bañaban la grosera armadura del flaco caballero con una luz sobrenatural. Unos metros más atrás un asno los seguía, no sin dificultad, agobiado bajo el orondo peso de un gañán.
¡ De pronto todas las figuras se movieron con lentitud ! Escudero y pollino hacia atrás, con inquietud temerosa. Y el Quijote acelerado sobre su rocín movido por las espuelas.
Era cómico observar al Caballero de la Triste Figura, lanza en ristre, galopando hacia mí. Quiso herirme en una de mis aspas, con un puñal de gloria, pero yo, despectivo, me limité a lanzar por tierra, como miserables guiñapos, a Quijote y Rocinante.
Siempre me he preguntado por qué, entre 34 molinos, me eligió a mí, El Burleta, para atacarme.
¿ O acaso tuve yo la culpa de que me bautizaran como Burleta o Burla-pobres, porque mi molinero sisara en la harina ?
Tengo que reconocer que, gracias a ese simple suceso, yo gozo ahora, cuando transcurre Septiembre de dos mil once, de una jubilación dorada: El cilindro majestuoso de mi cuerpo sigue fuerte, vestido de blanco. Un bonete cónico negro me cubre. Mis doce ojos recorren los doce vientos de La Mancha, no como vigías, sino para regocijarme y bañarme en un paisaje amplio, donde las vides verdean perezosas esperando ya la vendimia. Y mis cuatro aspas extendidas, rectángulos simétricos perfectos, abrazan un azul único.
Me rodean muchos más molinos jóvenes, con pobres historias que contar. Muchos no han sentido nunca crujir los armazones de sus cuerpos bajo un fuerte viento que mueva sus aspas. Pero participan, como yo, del continuo asombro de turistas de ojos rasgados y de la visita constante de unos criptanenses fieles.
Antonio Olmedo Manzanares.