Me uno a Juan Ramón Jiménez, subiendo por Gran Valle, hacia las cercanas cimas de Jandía. A Juan Ramón le noto extraño, sin su burrito Platero, sin su perenne melancolía.
Nos espera, en la cumbre de la crestería montañosa, Dulce María Loynaz. Me la presenta el poeta, antes de abordar, juntos, la bajada.
¡ Trueno de tu mar antiguo
en mis manos argomautas!
Contemplamos, absortos, como la primera claridad del alba baña, en una bruma lechosa, todo el contorno de Fuerteventura. Dulce no se puede reprimir:
…Crezco del mar y muero en él…
…Rodeada de mar por todas partes,
soy isla, asida al tallo de los vientos…
Ahora con creciente perspectiva, podemos observar el semi arco de Cofete que nos envuelve, coronado por el Pico de Jandía y adivinamos la terrible mutilación de la otra mitad, hundida y perdida, frente a nosotros, hacia Poniente, en un mar, a menudo furioso.
No lo es hoy, cuando se nos incorpora Federico García Lorca. Ya coincidieron los tres poetas en la casa que habita Dulce, en la Habana, en el barrio del Vedado. Viene Federico risueño y cantando:
Las nubes en manada
quedándose dormidas contemplando
el duelo de las rocas con el alba.
Nos rodea una sensación de soledad, de indefinible belleza, mientras nos adelantan, saltando risco abajo, cuatro ligeras cabras, con el dulce contrapeso de sus ubres llenas.
Seguimos bajando por un sendero infernal, hacia las olas sonoras que rompen sobre una extensa playa, aún lejana. Hacia la derecha, divisamos la rotunda silueta de la casona de los Winter, motivo de muchas leyendas impregnando su piedra olvidaba: refugio de submarinos o burdel de barraganas de lujo para soldados alemanes heridos.
Ya estamos abajo. Cruzando un pobre poblado de viejas chozas de piedra y sorteando las gambuesas de ganado llegamos a una playa infinita: 13.700 metros de longitud y un millón cuatrocientos mil metros cuadrados de superficie arenosa. Hacia el norte se pierden en el horizonte las líneas azules de la isla y, frente a nosotros, hacia el Ocaso, el océano inmenso, enterrando viejas tierras de Fuerteventura, mientras se sacude en dolores de parto, allá a lo lejos, en la pequeña isla hermana de El Hierro.
Me abandonan los tres poetas y, mientras se alejan, aún puedo oir a Juan Ramón:
El mar…
se reía fantástica:
la risa se le mojaba…
Con lilas llenas de agua
corriendo, la golpeaba..
Y ya, perdiéndose en la lejanía:
¡Cofete!
Eres tú y no lo sabes,
tu corazón te late y no lo siente..
¡Qué plenitud de soledad, mar solo!
En la orilla del mar, una mujer agachada, anima a un alevín de caretta caretta (tortuga boba), en su primer bautismo marino. Algunos de los quelonios soltados sobrevivirán y volverán, tras varios lustros, a esta playa de ensueño. El rostro sabio de la Reina Sofía parece identificarse con el asombrado de la joven tortuga a la que, una última ola, harta de jugar con ella, la conduce a su seno infinito.
Los poetas, el mar de Cofete, me han contagiado y, cuando el sol se marcha, también yo rompo en rimas desesperadas:
Noche,
la mar voluble,
junta en espuma las estrellas altas
y rompiéndolas va, en arena fina…
Cuando, por la playa camino,
veo mi huella
miro al mar…
y ya no es mi amigo.
¿Porqué, cruel destino,
saber que pasamos?
Pasar, morir, único verbo.
Antonio Olmedo Manzanares.